sábado, 23 de enero de 2016

El continente desorientado (Carlos Alberto Montaner)

Sería falso afirmar que las naciones desarrolladas del mundo ven con preocupación lo que está sucediendo en Bolivia. La actitud es otra. Lo que prevalece es la descorazonada resignación que se adopta ante los problemas que no tienen remedio.

¿Por qué? Porque en la distancia parece inconcebible que una sociedad madura y mínimamente informada vacile entre las expresiones del tercermundismo más loco y empobrecedor, como las que representa el señor Evo Morales -el líder de los cocaleros que proclama la dictadura de Fidel Castro como un modelo político imitable-, y un estadista moderno y notablemente bien formado, como el Gonzalo Sánchez de Lozada, que ya pasó exitosa y responsablemente por la Casa de Gobierno.


En Londres, París, Madrid o Washington lo que se escucha en voz baja resulta muy triste: "América latina ni entiende ni aprende las lecciones de la historia". Y luego viene la lista de horrores: una Argentina que se despeñó innecesariamente, como quien marcha cantando y alegre hacia un precipicio, porque la clase dirigente, con el apoyo insensato de una buena parte de la sociedad, armada de un deficiente aparato de recaudación fiscal, se empeñó en mantener unas cotas de gasto público que no se podían sostener con los bajos niveles de producción y productividad del país, lo que acabó por destruir los fundamentos económicos del sistema. A lo que sigue la posibilidad bastante cercana del arribo al poder en Brasil del sindicalista radical Lula da Silva; la permanencia en Miraflores del coronel Hugo Chávez, padre prior de la Orden de la Charlatanería Populista Planetaria; la resurrección de la tradición estatista en un Perú que cada día se le hace más ingobernable a Alejandro Toledo; un Ecuador que se desliza de nuevo hacia el caos político, pese al sosiego económico traído por la dolarización, y naturalmente, el terrible caso colombiano, donde Alvaro Uribe hereda un país desguazado por la acción de la violencia al que hay que rescatar de los escombros a tiro limpio.

El siglo XX fue una época de sangrientas lecciones para toda persona capaz de aprender de la experiencia. La democracia retomó su debilitado prestigio. Se hizo obvio que no hay sustitutos para la libertad política y económica. Se perdió la confianza en los gobiernos grandes y dirigistas, generalmente corruptos y despilfarradores, arbitrariamente dedicados a construirnos una vida feliz que nunca llegaba. Se demostraron las virtudes de la moderación en la presión fiscal y en el gasto público, y rodó por el suelo la nefasta teoría de la dependencia: los casos de Japón, Corea del Sur, Singapur, Taiwan, España o Hong Kong probaron que ninguna potencia se dedicaba a impedir el desarrollo o la prosperidad de los más pobres. La sociedad civil, en suma, cobró preponderancia frente al Estado y se invirtieron las relaciones de poder. A fines del siglo, incluso México, Canadá y Estados Unidos crearon una zona de libre comercio que en menos de una década multiplicó por seis las exportaciones mexicanas, beneficiando más al país latinoamericano que a los socios anglosajones, aunque las tres naciones obtuvieron grandes beneficios del pacto económico. Ante ese ejemplo, o ante otra media docena similares -España y la Unión Europea son dos de ellos-, sólo los seres patológicamente tercos e intelectualmente más deficientes podían insistir en las "ventajas" del aislacionismo y del nacionalismo económico.


Pero todas esas noticias llegaron con sordina a América latina. ¿Por qué? Probablemente, porque en ningún rincón de Occidente la tradición contraria a la libertad económica y la sospecha frente a las libertades políticas han sido más fuertes y diversas, a derecha e izquierda del espectro político, que en esta desapacible región del mundo. Por otra parte, en América latina, junto a la corriente progresista que reconoce sus raíces y ramificaciones en la cultura occidental, y que busca su integración dentro de esta familia, persiste una tendencia rencorosa y excéntrica, siempre a la búsqueda de coartadas para justificar el establecimiento de barreras o para cavar trincheras que preserven la supuesta especificidad latinoamericana frente a las influencias Ô´imperialistas" de las viejas metrópolis.

Afortunadamente no todas las señales que emite América latina son tan negativas como las mencionadas. Chile es la prueba de que los latinoamericanos son capaces de aprender. Contra viento y marea, sus gobernantes han mantenido el rumbo pro occidental, aperturista y pro mercado, aun cuando la Unión Europea y Estados Unidos, sometidos a la presión cicatera de ciertos sindicatos y de mezquinos carteles de productores industriales y agrícolas, no han resultado suficientemente generosos como para acoger más resueltamente a este país en los circuitos de la colaboración internacional.


Gravísimo error, no sólo por la injusticia que se comete contra los chilenos, a quienes se les predica el evangelio de la libertad económica y luego, parcialmente, se los deja fuera de la gran fiesta comercial, sino porque América latina necesita a gritos la consolidación de un paradigma regional que sirva de modelo y referencia. Chile puede desempeñar ese papel. Y eso contribuiría al rescate de este continente tan desdichadamente desorientado.

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