La Constitución o el delito
Santiago Kovadloff Para LA NACION
Queda claro: la lucha de fondo, a partir de aquí, será a favor o en contra de la Constitución. A favor o en contra de la ley. A favor o en contra de la alternancia. A favor o en contra del autoritarismo. Sólo después, si se impusiera el marco de un sistema político y jurídico saneado, la izquierda y la derecha tendrán ocasión de ofertar sus matices doctrinarios.
Hasta ese momento la lucha será otra. Hasta allí, lo que está en juego son dos concepciones de la gobernabilidad. Una es democrática, la otra no. Anteponer lo ideológico -como campo de confrontación prioritaria- a esta alternativa axiomática equivale a darle la espalda al drama del país para buscar amparo en el lirismo conceptual. O, lo que es peor, a instalar la discusión en un escenario que a todas luces le conviene al oficialismo para seguir camuflando con bellas palabras hechos deleznables y propósitos demagógicos.
Javier González Fraga hizo saber que si Ricardo Alfonsín se impusiera en las elecciones de octubre, su gobierno sería gradualista en todo menos en lo que atañe a la Justicia. En otros términos: no hay que enfriar la economía, pero sí hay que recalentar la vigencia de la ley. Tiene razón. La Constitución no regirá de veras si no se impone la intransigencia en su cumplimiento. ¿No es ésta acaso también la convicción de Elisa Carrió? ¿No es éste el planteo central de Eduardo Duhalde? ¿Y qué decir de Hermes Binner, sino que es este mismo principio el que lo define? Ninguna de las fuerzas partidarias interesadas en competir por la conquista de la próxima presidencia puede tener con el oficialismo una diferencia más sustancial que ésta ni un motivo más hondo para impulsar un acuerdo básico entre todas ellas.
Es fácil prever hacia dónde se encaminará el oficialismo si gana las elecciones de la próxima primavera. No es fácil en cambio advertir todavía si sus opositores están dispuestos a deponer las diferencias que los segmentan ante la necesidad de impedir que ese triunfo oficialista se produzca. Nadie como los Kirchner ha manipulado con tamaña astucia y afán de distorsión los recursos ofertados al poder por una democracia debilitada, en favor de un desvalimiento aún mayor de sus fundamentos.
Hay horas en las cuales no entender qué es lo decisivo para una nación puede resultar fatal para su porvenir. Esta es una de ellas. Las circunstancias exigen de las dirigencias opositoras una lucidez perceptiva que no admite más dilaciones. Lo que primeramente hace falta es derrotar al kirchnerismo. Se trata de identificar o dejar de identificar la línea divisoria entre quienes comprenden que es indispensable defender la democracia y volver a consolidarla y quienes la esquilman sin pudor por entender que es otro el camino que debe seguir la organización nacional. De modo que o se está con la Constitución o se está contra ella. Con el propósito de respaldarla o con el proyecto de abolirla en favor de otra legalidad.
La fortaleza moral imprescindible para restituirle auténtica significación al orden constitucional malamente vigente no puede tener otra raíz que la conciencia del dolor, del envilecimiento, de la estafa y del empobrecimiento sembrados por la decadencia en que nos encontramos. No son la riqueza que el Estado acumula ni el consumo desbordante y circunstancial que alienta los que harán la felicidad de nuestro pueblo -como querían Sarmiento y Alberdi-, sino su adecuada y honesta administración. La corrupción administrativa por parte del Estado convierte los recursos con que cuenta en un robo y en una herramienta extorsiva. No es pues el progresismo lo que debe discutirse hoy en la Argentina, si de veras se quiere ir al fondo de las cosas. Hay algo previo que cabe discutir y son las condiciones que hacen posible la gobernabilidad. Ellas remiten a dos procedimientos básicos que pueden promoverla. Uno es el delito. El otro es la subordinación a la ley. Uno y otro encaran de muy distinta manera lo que es urgente resolver: el empleo, la educación, la inversión, la salud pública, la inseguridad. Se trata de optar, de convalidar uno u otro de esos dos procedimientos. De generar o dejar de generar las condiciones propicias para que la política, democráticamente entendida, vuelva a despertar expectativas sociales de dignidad y progreso.
¿Implica el acuerdo entre Ricardo Alfonsín y Javier González Fraga una evolución de ambos partidos -el Justicialismo y la Unión Cívica Radical- hacia una complementación que reconoce tanto la necesidad de acatar las instituciones como la de aprender a gestionar el poder? Si así no fuera, un eventual recambio de inquilinos en la Casa Rosada no habrá significado nada más que una efímera ilusión. Si así fuera, la distensión del conflicto social y el gradual desarrollo del proceso educativo irán infundiendo al ideario republicano un peso social y cultural que no tiene. De modo que la cuestión primordial no es saber quién ganará y quién perderá. Lo que cabe saber es qué se ganará y qué se perderá con quien gane y con quien pierda. Se trata de ver si estamos dispuestos a ir hacia una reforma constitucional que asegure la reelección indefinida del oficialismo actual o hacia un proyecto de alternancia que devuelva consistencia y seriedad a la democracia argentina.
Como ha ocurrido siempre con el kirchnerismo, es él mismo quien genera sus mayores dificultades y abre sus flancos más vulnerables. Sus contradicciones lo desbordan y, al igual que en el caso de Jekyll, su lado oscuro termina por empañar su triunfalismo y su soberbia. Como ha escrito Eduardo van der Kooy: "Los casos Bonafini y Moyano no se circunscriben sólo a ellos, a sus pensamientos y sus conductas. Representarían también un estado de crisis (¿incipiente?) en dos de los tres engranajes que, desde 2003, le permitieron funcionar al sistema kirchnerista. Refiere a las organizaciones sociales y de derechos humanos y al sindicalismo. La otra pieza está paralizada hace rato. El peronismo vive encapsulado y temeroso. ¿No esconde esta patología, también, un estado de crisis potencial?"
Si Néstor Kirchner viviera, el fantasma de la reforma constitucional no sería agitado con imprudente insistencia en la trastienda del poder. La alternancia matrimonial seguiría desempeñando, seguramente, el papel que empezó a cumplir en el año 2007. No siendo ello posible, Cristina Fernández necesita uno o dos períodos más al frente del Ejecutivo para terminar de dar a luz su descendencia confiable, hoy en pleno proceso de cocción. Transformada en madre simbólica y doctrinaria, podrá ver mañana su identidad expandida y perpetuada en un hijo o en varios de ellos, que no necesitarán ser carnales para ser ideológicamente legítimos. Por el momento, las referencias constantes de su entorno a la necesidad de "proteger a Cristina" tienen su razón de ser. La Presidenta depende mucho más de lo que desearía de quienes la rodean, cosa que con Néstor Kirchner no ocurría. A ella hay que cuidarla. De él había que cuidarse.
Para configurar la contundente victoria electoral que busca, Cristina Fernández debe sumar, a los que ya tiene asegurados, votos que la siembra populista no le basta para cosechar. El sentimentalismo que vertebra la sensibilidad política de muchos argentinos y el auge consumista en curso se muestran dispuestos a brindárselos. Los dictados del corazón, tan fervorosos como volátiles en el orden político, y los descarnados intereses económicos que sólo tramitan por la vía del cálculo sus opciones constitucionales se perfilan así como plenamente complementarios. Y la Presidenta ha demostrado tener reflejos rápidos para capitalizarlos. Bien lo ha dicho recientemente James Nielsen: "La compasión que tantos sienten por Cristina desde que murió su esposo ha podido más que la inoperancia tragicómica del gobierno que encabeza". Lo demás y siempre a su favor, al menos hasta ahora, lo ha venido haciendo la desconfianza social en la política y, sobre todo, en la consistencia de las instituciones.
Más allá de lo discutible que pueda resultar este diagnóstico, lo cierto es que el nuestro es un país con dificultades profundas para generar mecanismos de control. Y de esa impotencia se alimenta muy buena parte de nuestro escepticismo social. Carlos Pagni ha dicho con precisión que el nuestro es un país políticamente insolvente. Apto para los procedimientos populistas pero no para las exigencias de una democracia cabal. Propicio para la instrumentación de la pobreza pero no para su resolución. Nadie lo sabe mejor que aquellos que hoy celebran la fragmentación y la diáspora en que andan sumidos los partidos políticos y festejan el retroceso del orden constitucional. Es, no obstante, en circunstancias como éstas que cabe decidir de qué lado nos pondremos. Si del lado de la resignación o del lado de una búsqueda tan difícil como imprescindible. Tan riesgosa como fundamental.
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