por ANDREW SOLOMON
NEW YORK (New Yorker). Parecía improbable que Libia, en un sandwich entre el colapso de un régimen en Túnez y de otro en Egipto, pudiera permanecer inconmovible. al-Gaddafi ha mantenido su dominio sobre un país cada vez más descontento, y los ciudadanos se han ido disgustando por la distancia entre su retórica de democracia directa y su control autocrático del poder.
Cuando escribí sobre al-Gaddafi para The New Yorker, en 2006, la pregunta era si la reforma tan pregonada estaba realmente en marcha. El campeón visible de esta reforma era el hijo de Kadafi, Seif-al-Islam. Seif usualmente habla bien, pero con minima consideración por la verdad.
Quedé sorprendido al escucharlo describir como inminente, en un encuentro con altos diplomáticos norteamericanos, en 2008, el mismo plan que me había descripto en 2005, sin la menor vergüenza por el hecho de que nada de lo que había prometido entonces hubiera avanzado siquiera una pulgada.
El régimen siempre ha buscado crédito por sus decretos benevolentes, sin aceptar culpa alguna por sus fracasos, al punto de, incluso, convertirlos en logros. Los libios son conscientes de que esto es un grado de hipocresía más alto que el común en el resto del mundo.
Por largo tiempo, no amaban demasiado a al-Gaddafi, pero tampoco lo odiaban: era, en muchos sentidos, irrelevante para sus vidas, que siguen su marcha de acuerdo con una lógica tribal que ya existía mucho antes de que el régimen asumiera el poder.
Los libios son recelosos de la democracia; les gusta un gobernante fuerte que pueda evitar la erupción de las rivalidades tribales. Pero no les gusta particularmente su actual gobernante fuerte.
El régimen de al-Gaddafi ha cometido varios errores estratégicos desde que mi artículo fue publicado en 2006. El más obvio ha sido el abandono de los planes de reforma de Seif.
Estaba en el interés de al-Gaddafi alimentar la fiera batalla entre duros y moderados, presentar a su vocero moderado en Occidente (de ahí el encuentro entre Seif y los diplomáticos) y mantener un rostro duro ante su propia gente.
Dentro del gobierno, cada bando tuvo momentos en que creyó contar con el favor de al-Gaddafi, pero la mejor garantía para la continua hegemonía de este era mantener a ambos en constante combate.
Cuando esto se volvió insostenible, en 2008, al-Gaddafi aplastó a los reformadores, y se consideró, en general, que Seif había caído en desgracia.
Aunque la mayoría de los libios había visto con cinismo el proceso de reforma –que fue pregonado como reforma económica más que como la introducción de una democracia real–, éste había ofrecido una esperanza, había permitido ilusionarse con que al-Gaddafi estaba realmente interesado en lo que era mejor para la población más que en lo que era mejor para sí mismo y su familia. Dar más poder a los duros, como hizo al-Gaddafi en 2008, resultó catastrófico.
Que Seif fuera escogido para aparecer en la televisión libia para advertir sobre una “guerra civil” y prometer una conferencia sobre reforma constitucional es muy revelador. Al-Gaddafi no lo hubiera escogido como vocero si no hubiera reconocido el hambre de reformas, y si no supiera que la supresión de las ambiciones de Seif alimentó el fuego que hoy consume a Trípoli.
El lunes 21/02 por la mañana, al-Gaddafi anunció que Seif estaría formando un comité para investigar qué pasa. Pero la demasiado tardía y demasiado escueta presentación de Seif –que Al Jazeera describió como “desesperada” y que algunos comentaristas han dicho que estuvo dirigida a sus amigos en Occidente antes que a los libios— casi con certeza no ha ayudado a su causa.
Un segundo error ha sido la falta de atención de la pobreza de la gente.
Libia es el país más próspero del Norte de África, dada su tremenda riqueza petrolífera y su pequeña población. Sin embargo, la mayoría de los libios vive en condiciones deplorables.
El Estado provee poco en términos de sociedad civil y no se ocupa tan siquiera de las más básicas obligaciones gubernamentales. Hay policía para controlar a la gente que se desvía del apoyo al Líder, pero poco más.
Mientras se agravaba la crisis de vivienda en los últimos años, el régimen no hacía esfuerzo alguno para proveer refugios públicos.
La riqueza está concentrada en manos de muy pocos. Sería muy fácil para al-Gaddafi levantar el estándar de vida de toda la población, sea creando una economía que no se sustentara en el petróleo o simplemente distribuyendo alguna porción de los ingresos petroleros, pero eligió no hacer nada.
Un tercer error ha sido ignorar las necesidades de los jóvenes. Cuando un tercio de la población es menor a quince años y una proporción aún mayor es menor a veinticinco, los jóvenes se vuelven cruciales para la gobernabilidad.
Al-Gaddafi se ha quedado con sus viejos acólitos, y no ha asumido la naturaleza del vasto descontento. El problema más obvio, como en buena parte de Medio Oriente, es el vasto desempleo juvenil, para cuyo alivio no hay programa alguno.
Al-Gaddafi jamás hizo intento alguno de llegar a los jóvenes descontentos y ellos sienten que sus voceros no son escuchadas y no tienen peso alguno.
Es llamativo que las protestas comenzaran en la parte oriental de Libia. El área vecina a Benghazi ha sido siempre la que menos se hallaba bajo el dedo de al-Gaddafi, y la mayoría de sus problemas se han originado allí.
La tribu de al-Gaddafi pertenece al desierto, y el verde Oriente resiente su autoridad.
En los '90, el Oriente libio era el sitio de la insurgencia islámica armada, basada en Benghasi y las Montañas Verdes. Fue, en parte, el miedo a Benghazi lo que llevó al-Gaddafi a promover la idea de que una epidemia de SIDA infantil había sido causada de algún modo por actos deliberados de enfermeras belgas bajo órdenes del Mossad.
Al-Gaddafi ha sido siempre bueno en dirigir la ira de un enemigo hacia otro, quitándose de la línea de fuego, y en el episodio de las enfermeras torció hábilmente la rabia del este hacia ellas.
Pero no era posible suprimir permanentemente su impopularidad en Benghazi: la gente, allí, se ha sentido siempre más libre para expresar su desaprobación del régimen que la gente de las partes occidentales del país, y han esperado largo tiempo para actuar en consecuencia.
No soy un adivino y no puedo anticipar si el regimen sobrevivirá o no la revolución en marcha. La respuesta a las protestas ha sido rápida y brutal, ya que al-Gaddafi había visto qué inefectivas habían resultado las respuestas más moderadas que tuvieron lugar en Egipto y Túnez.
No es claro, sin embargo, si la brutalidad funcionará; parece que indigna a más y más libios. Un diplomático libio dijo hoy: “Cuanta más gente mata al-Gaddafi, más gente va a la calle”.
No es claro, sin embargo, si la brutalidad funcionará; parece que indigna a más y más libios. Un diplomático libio dijo hoy: “Cuanta más gente mata al-Gaddafi, más gente va a la calle”.
El poder de al-Gaddafi ha descansado por largo tiempo en la docilidad de los libios. Como ignoró a los jóvenes, sin embargo, parece haber ignorado la posibilidad de que gobierne ahora a una población menos pasiva.
La nueva generación está lista para desplazar a la vieja. El segundo embajador de Libia ante Naciones Unidas dijo que si al-Gaddafi no renuncia voluntariamente, “el pueblo libio se librará de él”.
Dos miembros de la Fuerza Aérea Libia han desertado a Malta antes que atacar a los manifestantes de Benghasi. Otros podrían seguirlos, y una pérdida de lealtad dentro del Ejército podría acabar con el reino de al-Gaddafi.
Una Libia post-al-Gaddafi podría, fácilmente, derivar en batallas internas, provocando la división, en última instancia, del país en unidades más pequeñas, cada una dominada por tribus locales. Esto podría hacer la vida mejor para algunos y peor para otros; sería, casi sin duda, problemático para las compañías occidentales con intereses en el petróleo local.
La Libia moderna es una construcción artificial, un remanente colonial. El pegamento que la mantiene unida se está deshaciendo y las advertencias sobre el caos son reales. La elección entre el caos y la opresión es siempre una trampa, pero esta población está cansada de la opresión y la corrupción, y el caos puede lucir más atractivo.
El caos tiende, con todo, a deshilacharse. Todos entendemos que hay una fuerte oposición a al-Gaddafi, pero no es claro si hay alguna coherencia interna en esa oposición.
Aunque la Hermandad Musulmana no condujo la revolución egipcia, ayudó a dar a la gente una bandera bajo la que reunirse; Libia no tiene líderes reales de oposición; difícilmente tiene oposición interna alguna, según la definimos comúnmente.
Si estas protestas tienen éxito y al-Gaddafi huye, como algunos rumores dicen que ya ha hecho, ¿quién tomará el control?
Libia tiene otra importante diferencia con Egipto: es un país muy pequeño, con una población de sólo seis millones. Aun Túnez tiene una población de más de diez millones. Toda la gente educada y competente de Libia se conoce entre sí, y la mayoría de ellos han trabajado de una u otra forma con el régimen.
Si al-Gaddafi se va, no hay suficientes burócratas entrenados o estadistas para construir un nuevo gobierno libio que no sea una extensión del viejo, y este hecho solo podría empujar a Libia de regreso a alguna forma de tribalismo.
De no ser así, las marionetas de al-Gaddafi pueden, probablemente, jugar un papel significativo en el manejo de la situación.
Seif aspiraba a mejorar la comunicación completa del país, llevando Internet al Sahara, pero no tuvo éxito; en este aspecto, al menos, su padre se puede alegrar de no haberlo escuchado. El gobierno ha estado ejerciendo el control sobre las comunicaciones, cerrando los servicios de teléfono e Internet.
Uno de mis contactos en Libia logró llamar anoche justo antes de que cortaran las líneas. Dijo: “Es horrible, mucho peor de lo que pensás. Por favor, para apoyarnos, hacelo saber”.
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