sábado, 9 de julio de 2016

La Argentina y "lo nuestro" Por Carlos Alberto Montaner

Carlos Aberto Montaner
Hay millones de argentinos derrotados por la crisis que expresan su frustración de una manera sorprendente: "Vivamos -afirman- con lo nuestro". Eso quiere decir renunciar a competir y a tratar de formar parte de ese primer mundo tenso y difícil que demanda ciertos comportamientos disciplinados. Estos argentinos, golpeados por los corralitos y por la recesión, y estafados por los políticos, odian la globalización. Para ellos el mejor destino posible, dadas las deficiencias nacionales y las circunstancias internacionales, es vivir de la feracidad sin límites de la pampa húmeda, criar ganado, retomar cierto pasado supuestamente bucólico y tranquilo, y desarrollarse hacia adentro, con lo nuestro y para lo nuestro. Para ellos es obvio que la Argentina no pudo mantener el ritmo de la complejidad creciente que exige la "modernidad", ese horizonte, como todos, lejano e inalcanzable.

El problema radica, primero, en que eso no es posible y, segundo, en que se trata de una propuesta basada en una falacia. No se puede "tibetanizar" a la Argentina. La Argentina no es un país singular y extraño colgado en un rincón inaccesible del planeta, sino un segmento importante de Occidente. Pero la paradoja mayor viene ahora: todo lo grande y meritorio que observamos en la historia de ese país es la consecuencia de su pertenencia a Occidente y de los vínculos con el mundo más desarrollado. En 1853, cuando comienza el período más brillante de la Argentina, la reforma política y la constitución que Juan Bautista Alberdi prescribe en sus Bases son, en esencia, el producto de la lectura inteligente de John Locke y de los constitucionalistas ingleses y estadounidenses. Las ideas pedagógicas que luego Domingo F. Sarmiento pone en marcha son, fundamentalmente, las del norteamericano Horace Mann. El bellísimo Buenos Aires que entonces comienza a brotar y fluye durante siete gloriosas décadas de progreso, y crea, junto a Nueva York, la gran ciudad del hemisferio americano, se inspira en la reforma de París dirigida por el barón de Haussman.

Es cierto que la Argentina dio un salto económico gigantesco en los últimos veinte años del siglo XIX y los primeros treinta del XX, pero ¿ese "milagro económico" no se debió, en gran medida, a los capitales y el know-how británicos, con sus trenes, sus barcos frigoríficos y la sabia política migratoria nacional que les abrió las puertas a millones de europeos impulsados por el laborioso "fuego del inmigrante"? ¿No fue esa etapa de gran crecimiento la de la economía abierta, exportadora y simultáneamente hospitalaria con las inversiones extranjeras? ¿No fue gracias a aquella "globalización" que la Argentina se convirtió en un gigante económico?

¿Qué es "lo nuestro"? ¿El tango, que evoluciona de la habanera, un ritmo cubano español, gestado, a su vez, por la contradanza, primero inglesa y luego francesa? ¿El fútbol, que llevaron los ingleses a los colegios y a las minas de propiedad británica radicados en la Argentina y desde ahí conquistó el corazón de la sociedad? ¿Son nuestras, quiero decir, argentinas, la ciencia que se imparte en las universidades, la tecnología que se enseña en los centros especializados, la forma de administrar la banca, el comercio o la simple organización del tránsito, los aeropuertos o el sistema de correo?

La Argentina fue grande cuando supo imitar las ideas y las conductas correctas que circulaban en Occidente. Y luego comenzó a declinar cuando, a partir de los años treinta, tras el golpe contra Hipólito Yrigoyen, de manera creciente se abrieron paso el corporativismo, el nacionalismo autoritario y el militarismo, es decir, cuando copiaron la mala influencia del socialismo de derecha o fascismo. La Argentina se convirtió en una de las diez naciones más avanzadas y ricas del planeta durante el período en que la sociedad civil era el principal agente creador de riquezas, y empezó a caer, cuesta abajo en la rodada, cuando el Estado, caprichosamente administrado por gobernantes corruptos afectados por el mesianismo y por un suicida desprecio a Occidente, pasó a ser el centro dispensador de privilegios, convirtiéndose en un foco de clientelismo y de derroche de los siempre escasos recursos nacionales. El hundimiento comenzó, simplemente, cuando el país pujante y admirable de 1853 a 1930, por las razones que fueren, segregó un Estado incompetente y manirroto que acabó por arruinar al conjunto de la sociedad.

Pero el error está en pensar que esa situación es irreversible. Por supuesto que no lo es. La Argentina sigue poseyendo las riquezas naturales y el capital humano que, en su momento, colocaron al país en el pelotón de avanzada del mundo desarrollado. ¿Qué le falta? Le falta el capital cívico: una masa crítica de ciudadanos capaces de entender que la prosperidad y la convivencia armónica van parejas a ciertas formas de comportarse. ¿Cuáles? Las de las veinte democracias ejemplares del planeta, llámense Suecia, Suiza o Canadá, pues los tres países son variantes de economías de mercado insertadas en Estados en los que se respetan los derechos humanos, incluido el de poseer bienes con carácter privado. A principios del siglo XX nadie censuraba que la Argentina se guiase por los modelos punteros de la época: Inglaterra, Alemania, Estados Unidos. Ese camino es el que tiene que volver a tomar a principios del siglo XXI: aferrarse al primer mundo como un náufrago a un salvavidas y olvidarse de lo nuestro porque, eso, sencillamente, no existe.

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