Dos escándalos están creciendo a la sombra del vicepresidente Amado Boudou. Uno es el del opaco entramado de relaciones políticas y comerciales que lo ligan a la antigua imprenta Ciccone. El otro es el del silencio con que el Gobierno pretende disimular esas novedades.
La ausencia de palabras se vuelve más sonora en un grupo encabezado por alguien que, como Cristina Fernández de Kirchner, no se priva de decir casi todo lo que le viene a la cabeza sobre las materias más variadas. Pero no debe sorprender el contraste. Así como ha desarrollado una aceptable habilidad para decir, la Presidenta exhibe una todavía más notable disciplina para callar. A quien se adentre en los archivos le resultará difícil encontrar un párrafo suyo sobre la dilapidación de los fondos de Santa Cruz; o sobre su formidable enriquecimiento familiar a partir de 2003, cuando ella y su esposo llegaron a la cúspide del Estado; tampoco dedicó una frase a la valija de Guido Antonini Wilson, ni a las droguerías salpicadas por el narcotráfico que financiaron su campaña; es la mudez que le sobrevino frente a los desarreglos de Hebe de Bonafini y Sergio Schoklender, o a la evolución patrimonial de Ricardo Jaime, o a la compra de dos millones de dólares que realizara Néstor Kirchner, probablemente con información privilegiada, para comprar un hotel, en efectivo.
Aun así, no es tan fácil descifrar por qué se niega a proporcionar una explicación sobre las desventuras de su vicepresidente. Una razón puede ser que le importen poco. Después de todo, la misma Presidenta se encargó de aclarar que no pretende "hacerse la santa", dando a entender que el poder es pariente del cinismo y la inconducta.
También se puede pensar que no habla porque no tiene qué decir. O porque está avergonzada. No tanto por motivaciones éticas, sino políticas. Boudou es una creación de Cristina Kirchner. Es verdad que las condiciones que la llevaron a elegirlo fueron sólo la obediencia ante sus jefes y la audacia para estatizar el sistema previsional. Pero eso no disimula que, sólo por las revelaciones que se conocen hasta ahora, la designación de Boudou como compañero de fórmula constituye un gravísimo error profesional de la jefa del Estado.
Cuesta suponer que ella desconociera los pormenores de la agitada vida comercial del ministro y sus amigos. El aparato de inteligencia del kirchnerismo, tan solícito en la persecución de quienes no se someten al Gobierno, debería haberle informado las peculiaridades de su elegido.
Cualquiera sea el caso, Cristina Kirchner tiene pocas excusas para disimular su desacierto. En septiembre de 2010, los diarios publicaron unas declaraciones en las que el actual vicepresidente trazaba su autorretrato frente a unos militantes juveniles: "Mírenme -dijo aquella vez-, ministro de Economía y toda una vida dedicada a la noche. Si no fuera ministro habría sido escribano o auditor, y a esta altura estaría preso". A la luz de lo que se está sabiendo ahora sobre él y el submundo empresarial que lo rodea, esa pintura no podría haber sido más sincera.
Esa confesión de falta de rigor moral no exime al vicepresidente de dar innumerables explicaciones. En principio, debería justificar su desarrollo patrimonial, incompatible con el de un economista que trabaja como funcionario público desde hace, por lo menos, una década. También tendría que aclarar sus vinculaciones con empresas como Searen SA, a la que alquila un lujoso departamento en Puerto Madero. Sobre todo porque esa sociedad está vinculada con London Supply, la concesionaria de aeropuertos -entre otros, el de El Calafate- que habría aportado los fondos para que Alejandro Vandenbroele, su íntimo amigo, señalado como su testaferro, comprara Ciccone Calcográfica, una empresa cuya quiebra había pedido la AFIP. Para realizar la operación y asegurar a los acreedores que la empresa tendría un futuro promisorio, Vandenbroele habría mencionado su relación con Boudou. Las promesas de prosperidad de Vandenbroele tienen cierta verosimilitud. Su amigo Boudou es quien designó a Katya Daura, la presidenta de la Casa de Moneda, la sociedad del Estado que contrata a la ex Ciccone.
La única respuesta que ha dado el vicepresidente de la Nación bordeó el infantilismo: se subió a un escenario de El Calafate a tocar la guitarra enfundado en una remera que tenía estampada la leyenda "Clarín miente". Acaso debería estar más preocupado Boudou, porque el silencio oficial sobre su peripecia también significa que nadie en el Gobierno está dispuesto a defenderlo.
Ricardo Echegaray, el titular de la AFIP, también calla cuando tendría que hablar. Debería dar las razones por las cuales primero pidió la quiebra de Ciccone y, una vez que la imprenta quedó en manos del amigo de Boudou, la privilegió con un plan de pagos a una tasa sensiblemente menor a la inflación, es decir, a pérdida para el fisco. Sería saludable que Echegaray diera explicaciones: , sobre todo porque Vandenbroele, cuando adquirió la empresa, registraba ingresos por apenas 15.000 pesos mensuales.
Guillermo Moreno es otro funcionario que también optó por el voto de silencio. A pesar de que se han publicado reiteradas veces sus hostilidades contra la empresa Boldt para que entregue la planta de la ex Ciccone, que alquilaba con autorización judicial, el secretario de Comercio tampoco ofrece explicaciones.
La estridente afonía del Gobierno frente al escándalo al que lo arrastra el vicepresidente podría ser sólo el síntoma de la baja calidad moral del oficialismo. Sin embargo, a propósito del caso Boudou aparecen indicios de que el deterioro de la escena pública es más extendido. La oposición guarda silencio. O reduce su preocupación a apenas un susurro. Lo mismo sucede con la Justicia, que comienza a desperezarse no por iniciativa propia, sino obligada por la denuncia de un particular.
Muchas veces se ha recordado en estos días que por corruptelas similares acaba de renunciar el presidente alemán. La comparación no podría ser más aleccionadora porque, cuando, en los albores de su primer mandato, le preguntaron a Cristina Kirchner a qué país le gustaría que se pareciera la Argentina, ella contestó de inmediato: "A Alemania".
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