jueves, 7 de julio de 2016

¿Está alguien dispuesto a morir por Europa?

La Unión Europea no es su país; es una distante y a veces fastidiosa amalgama

Carlos Alberto Montaner


Los golpes han venido en cadena. Primero fue el rechazo de Francia a la Constitución Europea. La extrema derecha y la extrema izquierda hicieron una operación de pinza y trituraron el documento en las urnas.

 Inmediatamente, dos ministros italianos pidieron el regreso de la lira y la salida urgente del euro. A los italianos les resulta muy difícil sujetarse a la disciplina fiscal que Bruselas intenta imponerles a los países acogidos a la moneda común. 

No se renuncia fácilmente a una gloriosa tradición de dos mil años de inflación y desbarajuste. Los holandeses tampoco quieren la dichosa Constitución. Y la totalidad de los miembros de la UE, con los ingleses a la cabeza, discuten ferozmente un presupuesto general que comienza a molestar a todo el mundo. Los países ricos, porque pagan demasiado. Los pobres, porque no reciben lo suficiente.

¿Qué sucede? Sucede que es muy fácil renunciar a Europa. La Unión Europea fue un proyecto artificial creado para frenar a la URSS. Como en el poema de Borges a Buenos Aires, a los países no los unía el amor sino el espanto. Fue una cerebral operación estratégica surgida de las cenizas de la Segunda Guerra e impulsada por la Tercera, por la Guerra Fría. Los seis países originales, Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, saltaron primero a 10, luego a 15, más tarde, impulsados por la inercia y la euforia de la caída del Muro de Berlín, a 25. El discurso oficial repetía la leyenda de una gloriosa historia en común: Grecia, Roma, la tradición judeocristiana. 

Pero todo, aun siendo cierto, era una construcción libresca y erudita. La verdad es que el hombrecito de la calle, corriente y moliente, no tenía la menor idea de quiénes habían sido Isidoro de Sevilla, Carlomagno o Santo Tomás, por citar a tres de los fabricantes de Europa en el Medioevo. Ese personaje, que pasea con un pan bajo el brazo, y se desgañita gritando cuando su equipo mete un gol, cuando lo sacan del perímetro de la nación en la que vive, a veces de la ciudad en la que vive, pierde toda afinidad emocional con un vecino que habla una lengua diferente y, a veces, exhibe un fenotipo distinto. La distancia que separa a un finlandés de un portugués o a un irlandés de un griego es más o menos la misma que distancia a un español de un argelino o de un turco.

Identidades. El problema es que las identidades se fabrican con el corazón, no con el cerebro. Esas palpitaciones que se sienten cuando suena el himno en un momento dramático, o cuando ondea la bandera, son el producto de ciertos neurotransmisores que se activan automáticamente para fortalecer los lazos secretos que unen a las tribus. Son recursos de la especie, oscuros trucos biológicos adquiridos durante la evolución para evitar la disgregación y la muerte del grupo. Y nada de eso se puede improvisar mediante un documento firmado por personas notables. Lo decía brillantemente Mariano Grondona, el ensayista argentino, con una reciente e incontestable comparación: no conocía a ningún argentino dispuesto a morirse en defensa del MERCOSUR. Tampoco existe un europeo dispuesto a morirse por defender la Unión o un estadounidense que daría su vida por el TLC.

La suma de 25 naciones no crea una supranación. Lo que crea es una burocracia más o menos eficiente que resulta apreciada en las buenas épocas y detestada en las malas, que es lo que sucede en nuestros días. A ningún francés u holandés se le ocurre pedir la disolución de su país ante una crisis, pero la Unión Europea no es su país: es una distante y a veces fastidiosa amalgama. La fantasía europea de que se podía constituir algo así como los Estados Unidos de Europa, de manera parecida a los Estados Unidos de América o a los Estados Unidos de Brasil, enormes naciones dotadas de una común identidad, era una pueril simplificación que dejaba fuera del análisis a la naturaleza humana. Las naciones son obra del espíritu y perduran mientras ese extraño fenómeno mantiene el pecho caliente. 

En cambio, las supranaciones, como los imperios, son edificaciones muy frágiles que suelen desplomarse cuando sopla un viento fuerte. Es conveniente no perder de vista este detalle para que los escombros no nos aplasten.
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